René Avilés Fabila  René Avilés Fabila

La autobiografía como género de ficción*

René Avilés Fabila

Michel Tournier, en un libro inteligente y hermoso, El vuelo del vampiro, se refiere a los géneros de ficción y los contrapone a los que como la autobiografía, las memorias, los diarios, etcétera, son cercanos al documento, a la historia o al periodismo, que son, para decirlo con un término justo, testimoniales. Tournier precisa: “Aquí conviene hacer una distinción importante entre las obras de ficción -la novela, el teatro, la poesía- y las no inventadas (documentos, tratados, memorias). A mi ver, sólo las primeras son intencionadamente creadoras, dado que las segundas remiten a una realidad externa de la que pretenden ser imagen veraz, vale decir servil. Como a pesar suyo, niegan la parte de creación que le es propia, de acuerdo con un argumento cuya ambigüedad guarda algo de mala fe. 'Yo no invento nada; sólo reproduzco las cosas tal como son o como fueron', afirman a coro el historiador, el físico, el doctrinario. (Esta misma actitud la encontramos en el fotógrafo, quien al tiempo que reclama la paternidad de sus fotografías, afirma su fidelidad a lo real así como era en el momento en que lo fotografió.)...”

Los géneros de prosa narrativa se reducen a dos: cuento y novela, y quedan, sin duda, dentro de la ficción, lo que los ingleses denominan prose fiction, para distinguirla del ensayo, la crítica, los diarios, las autobiografías y los libros de memorias. Son, independientemente de su extensión, una sucesión de hechos que pueden ser producto de la fantasía o que han sido tomados de la realidad, pero en ambos casos predomina la ficción, han trascendido a las personas y hechos que les dieron nacimiento y son una realidad literaria. Esto lo ha precisado Mario Vargas Llosa en su célebre texto “La verdad de las mentiras”. No importa cuántos préstamos un novelista le deba a la realidad, finalmente se impone la ficción; no cuenta que alguien señale sus relaciones con determinado suceso: se ha convertido en arte. Y lo mismo ocurre con las novelas construidas a partir de hechos históricos. Por ejemplo, en Noticias del Imperio, a veces encontramos a un Benito Juárez imposible de aceptar, tampoco la verdadera historia de Carlota pareciera coincidir con la del personaje creado por Fernando del Paso. Los datos exactos carecen de interés, estamos dentro de la literatura, no dentro de la historia, las licencias son válidas. Esto, al parecer, queda claro. Nadie puede decir que la Tina Modotti de Elena Poniatowska no corresponde al personaje histórico. Se trata de dos Tinas. Una es histórica, la otra literaria.

Michel Tournier parte de un supuesto falso: que los libros de memorias, los diarios y las autobiografías corresponden puntualmente a la realidad; es decir, no mienten como los cuentos, las novelas, las obras de teatro y los poemas. Estamos de acuerdo con esto último: los literatos mienten, engañan, distorsionan la realidad para mejorarla (¿dónde quedó el marinero, Alexandre Selkirk, que dio origen al soberbio héroe de Daniel Defoe, Robinson Crusoe?, fue superado por la ficción), transforman personajes históricos; pero no en lo primero. También los diarios, las autobiografías y las cartas pueden pertenecer (aunque ése no sea su propósito) a cierto grado de ficción. En un libro memorable, Edgar Alla Poe, Cartas de un poeta (1826-1849), la editora, Bárbara Lanati escribe lo siguiente a pie de página: “La escritora inglesa Angela Carter trabaja sobre la figura de la máscara de Edgar Alla Poe, ofreciendo una biografía de ficción del escritor estadunidense (¿pero qué biografía no lo es, en cierta medida?)…” Lo más interesante es que al publicar la correspondencia del enorme escritor norteamericano, se ponen de manifiesto los embustes que Poe escribía en sus cartas, por una u otra razón. Y en el caso de la historia hay alguna analogía. También puede ser ficción. Dos ejemplos, distantes en el tiempo: qué pasa con el ave Fénix, suponemos que existió porque el llamado padre de la historia, Herodoto, así lo consigna en su obra Los nueve libros de la historia o Historias, según la edición. Algo parecido ocurre con la lectura de Bernal Díaz del Castillo. En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España acepta que sus triunfos militares no se deben tanto al hierro y al caballo sino a la ayuda divina, aunque no tan clara como la veía Francisco López de Gomara (Cf. capítulo XXXIV). Tampoco la famosa objetividad prevalece en el estudio de ciertos personajes de talla. Napoleón Bonaparte en Europa, Benito Juárez en América. ¿Dónde colocamos al segundo: dentro de las páginas de Francisco Bulnes y José Vasconcelos que lo detestaban o en las de Ralph Roeder y Héctor Pérez Martínez que lo admiraban? ¿Esto es historia, una ciencia, o podemos aceptar que la obra de muchos de ellos resulta semejante al texto literario y acepta las falsedades o, para decirlo en términos cordiales, la interpretación y la reconstrucción? Aquí cabe una conclusión sobre el tema del investigador mexicano Raymundo Ramos: “Recordar es un arte difícil”. O tal vez esta otra del mismo Ramos: “El énfasis de una autobiografía suele estar en la ficción o en la forma”

Pero si esto sucede con la arrogante historia que se considera una ciencia, qué podemos aguardar de los diarios, las autobiografías y los libros de memorias. Creo que muy poco. El libro Qué es la literatura de Salvat habla de la dificultad de distinguir la fantasía de la realidad aún en estos géneros. “En las biografías -explica la obra didáctica-, en las memorias, en los dietarios o en los diarios íntimos no siempre resulta fácil discernir entre lo real y lo imaginario. El autor puede poner de más y de menos, puede idealizar y mitificar según su capricho o conveniencia. El elemento subjetivo interviene quiérase o no. Antes que nada, se trata de confeccionar una imagen, bien sea negativa, o bien, positiva.” Esta posibilidad llevada a extremos podría darle a una autobiografía la posibilidad de ser leída como una novela. Al contrario, muchos grandes novelistas han querido ajustarse tanto a la realidad, que se asustan al no lograrlo. Tal podría ser el caso de José María Arguedas. Según refiere Mario Vargas Llosa en su libro La utopía arcaica, cuando Arguedas escucha de varios críticos que su trabajo no refleja exactamente la realidad de los indígenas peruanos, se deprime y siente que ha fracasado. Es curioso que buscando la fidelidad, haya olvidado o dejado de lado la intensidad de su prosa y la densidad poética de sus tramas.

Para probar que la literatura es capaz de apropiarse de la realidad sin necesidad de alterarla, rodearla de ficciones, el inmenso Truman Capote inventó un género: non-fiction y de esta manera escribió esa obra colosal que es A sangre fría. Según la pretensión de Capote, tal libro no podría ser leído sino como copia de la realidad, como un gran reportaje, quizá como historia novelada. Todos sus elementos están fielmente tomados de la realidad, su autor nada inventó. Sin embargo, para muchos de sus lectores existen dudas: ¿pudo Truman meterse en el interior de Perry y Dick cuando iban a morir?, ¿él fue el vehículo que transmitió con sumo cuidado cada íntimo pensamiento de los asesinos de la familia Clutter cuando salían de la celda rumbo a la sala de ejecuciones? Se antoja difícil cuando no imposible, por más que Truman haya estado cerca de los criminales, reflejar con cuidadosa exactitud sus pensamientos, sus más recónditas reflexiones finales. Tal vez siguiendo esta idea de capturar la realidad a toda costa, Capote le reprochó a Mailer falta de “autenticidad” al escribir La canción del verdugo, una novela basada en hechos ocurridos en Utah, a la que la crítica norteamericana elogió por su realismo. Hay subjetividad, necesariamente se entra en el campo de lo imaginario, de la ficción. Julieta Campos (en Función de la novela), citando a Salvador Elizondo, quien a su vez piensa en Kafka, señala el grado de dificultad que tiene el escritor para pasar de la mente al papel los sentimientos y emociones: “queda mucho afuera que no logrará ser transmitido jamás”, o persistirá aquello que la mente conservó o privilegió, pero que en todos los casos modificó. De ser cierta la aseveración, Truman Capote, por ejemplo, no nos dio un nuevo género, el de no-ficción, nos entregó una soberbia novela, una obra de ficción basada en la realidad, sólo que luego de meditarla, redactarla, corregirla una y otra vez, quedó en realidad literaria, para muchos superior a la vivida. Volvemos a la multicitada frase de Oscar Wilde: la naturaleza copia al arte, metáfora con la que el irlandés señalaba la supremacía de la literatura sobre la realidad y que corrige o contradice a la expresión latina, ars emula naturae de Apuleyo. O simplemente habrá que aceptar que la literatura no es ningún espejo de la realidad, como muchos pensadores comunistas, que no marxistas, pretendieron, es una realidad literaria y más perdurable y hermosa que la realidad real, tangible, pues sufrió muchas transformaciones que le dieron el rango de arte.

Comencemos, pues, a tratar las biografías, los diarios y las autobiografías, principalmente de literatos, no como géneros contrarios a la ficción, sino justamente como libros de literatura en los que sus autores, basándose en la realidad, en el periodismo y en la historia, fueron poco a poco transformándolos en arte. Dicho en otros términos, a los géneros de prosa narrativa, cuento y novela, se les han acercado tanto otras posibilidades, que de pronto le aparecen primos hermanos. Por ello Tom Wolfe, buscando congruencia con una nueva época, ha acuñado la expresión nuevo periodismo, un híbrido que tolera el encuentro (no siempre afortunado) de literatura y periodismo. Aunque claro está, existen fronteras y límites. El lenguaje periodístico corresponde a la exactitud y a la objetividad (hasta donde es posible conseguirla), mientras que el literario es la libertad total. Aceptemos que en los textos de corte personal, diarios, autobiografías, memorias, hay inalterablemente un afán protagonista, el que escribe es el héroe. Considera que su vida, sea la de un artista, sea la de un político, sea la de un cirquero, es fundamental, está llena de ejemplos heroicos y en consecuencia su deber es contarla, entregársela a la humanidad para que sirva de guía. Entonces el texto autobiográfico se vuelve maniqueo. ¿O acaso alguien narraría cómo fue engañado por su esposa o cómo robó al erario aprovechando su condición de funcionario público o, peor todavía, como liquidó a un enemigo mortal? Lo dudo. Más aún, pocas personas que se hayan atrevido a narrar su vida, contarán con precisión titubeos, momentos de cobardía o errores; al contrario, narrarán hazañas, triunfos y sin duda los magnificarán, convertirán cada momento de su vida en epopeya. Dentro de una muy amplia bibliografía, tres obras destacan por su valor y coraje: Confesiones de un comedor de opio inglés de Thomas de Quincey, Opio, diario de una desintoxicación de Jean Cocteau y Confesiones de una máscara, del japonés Mishima.

Anaïs Nin, como pocos, concentró sus esfuerzos intelectuales y estéticos en la autobiografía, sus diarios son aceptados como una obra maestra de la literatura. ¿Qué son?, me pregunto. ¿Documentos de su época, de sus contemporáneos o arte donde cabe la ficción? La misma escritora explica su postura en el libro On Writing, 1947: “Mientras escribía un diario, descubrí como atrapar los momentos vivos. En el diario sólo escribía lo que me interesaba de manera genuina, lo que con más fuerza sentía en ese instante y he comprobado que este fervor, ese entusiasmo, produce una sensación de gran vitalidad, que a menudo falta en la obra formal. Al tratar siempre con el presente inmediato, lo cálido, lo cercano, al escribirlo al rojo vivo, se desarrolla un amor por el momento viviente, por la inmediata reacción emotiva que se ha de experimentar, que revela que el poder de recreación reside más en la sensibilidad que en la memoria o en la crítica percepción intelectual.”

¿No es éste, por lo regular, el método de trabajo de un novelista, de un cuentista, de la prosa narrativa, seguramente el que utilizó Truman Capote para edificar su monumental obra A sangre fría?

Hablar de Anaïs Nin nos lleva inevitablemente a pensar en Henry Miller con quien sostuvo una larga y fascinante correspondencia que muestra el afecto y la admiración entre dos artistas distintos. Ambos escribieron obras autobiográficas: las de ella quedaron en diarios, las de él en novelas. Siempre he pensado que en el trabajo de Anaïs hay un hermoso aroma de ficción o que al menos sus diarios pueden ser leídos como novelas o una suma de cuentos. Podría citar sus relatos sobre Harlem y el placer que le daba bailar y hacer reflexiones casi antropológicas sobre la negritud en Estados Unidos.

No me gustan los paralelismos, son difíciles de encontrar y más de ajustar, pero si he de hacer uno con la Nin, sólo se me ocurre pensar en el primer volumen autobiográfico de Helena Paz Garro: Memorias; encuentro en este libro excelente prosa y una forma similar a la usada por Anaïs para contar su vida. La diferencia es que la europea hacía diarios y la mexicana escribió de corrido sus recuerdos que en momentos se antojan hechos con más imaginación que apego a la realidad terrible que le tocó vivir.

Otro caso inquietante es el del francés Jules Renard. Su afamado Diario no cabe dentro de las rígidas precisiones de los géneros. ¿Qué es exactamente lo que en este enigmático libro hizo Renard? ¿Son aforismos, frases agudas, reflexiones sobre lo que un día observó? Antonio Dorta, quien hizo el prólogo a la edición de Austral, indica que “sirve, además, de complemento a su obra de escritor, rellenando los cortes bruscos de sus libros y dejándonos ver la intimidad mental e imaginativa de un descubridor de las cosas.” El 31 de julio de1891, escribe, como era frecuente, una línea: “A los veinte años se piensa profundamente y mal.” El Diario de Jules Renard podría ser considerado por los lectores actuales como un volumen de espléndidos aforismos o de plano de minificciones, pero ¿un diario? No, al menos en el sentido tradicional. Renard escribió al final del día no lo que vio o le sucedió sino una profunda reflexión literaria, con frecuencia llena de ironía. No habla el hombre, habla el artista. Bien vista la obra autobiográfica de Adolfo Bioy Casares, Descanso de caminantes, está construida de una manera semejante. Y lo mismo ocurre el voluminoso libro, Borges, donde “puntualmente” reproduce sus conversaciones con su celebérrimo amigo a lo largo de cincuenta años. La lectura de ambos soberbios trabajos nos deja dudas inquietantes: ¿así habrán sido esas experiencias, tan llenas de erudición e imaginación? ¿La realidad no fue abordada más de una vez por la capacidad de ambos para hacer literatura fantástica? En Descanso para caminantes, Bioy escribe el 12 y el 13 de febrero de 1984 sobre la agonía y muerte de Julio Cortázar, a quien califica como comunista, seguramente ateo, allí está una reflexión sentida de encuentros y desencuentros, algo tangible; pero al concluir el segundo día, anota un milagro ocurrido al sacerdote de Valesi, san Severo: a través de “oraciones resucitó y, lo que parece aún más extraordinario, convirtió a un hombre a quien los demonios ya arrastraban al Infierno. San Gregorio certifica este milagro.”

A Simone de Beauvoir los críticos le dividen su obra, quizá para facilitar su estudio, en tres apartados: la literaria, con libros como La invitada y Los mandarines, la ensayística con trabajos del tamaño de Memorias de una joven formal, La plenitud de la vida, La fuerza de las cosas, Una muerte muy dulce y La ceremonia del adiós. Según algunos, sus lectores, yo entre ellos, han concentrado la atención en la parte de recuerdos, en la autobiografía, quienes la leen como si fueran dolidas obras de ficción de enorme belleza y profundas reflexiones. El sólo arranque de Memorias de una joven formal sugiere la entrada de una espléndida novela.

En una de las autobiografías más célebres, Mi vida, de Benvenuto Cellini (1500-1571), aventurero, orfebre, escritor, explica: “Comencé a escribir de mi puño y letra la historia de mi vida, como puede verse en algunos papeles de los que a ella van unidos; pero pensando luego que con ello perdía mucho tiempo, y considerándolo como una vanidad desmesurada, ocurrió que viniera a mi casa un hijo de Miguel de Goro, de la parroquia de Groppine, muchachito de unos catorce años, enfermizo, a quien puse a escribir, y así mientras yo trabajaba, iba dictándole mi vida.” Quizá su primer traductor al castellano, advierte en una distante edición de Aguilar: “El presente libro es uno de los más ingenuos, interesantes y novelescos de cuantos pueden tentar la curiosidad de los lectores.” A renglón seguido dice que a veces brilla la sinceridad y en otros la exageración, la visible invención. Es “una novela cautivadora”, concluye y ello nos confirma la sospecha acerca del apego a la realidad de los hechos. El artista suele ver la vida a través de su propia experiencia y ello la deforma o le concede un sentido singular y a veces distante de la verdad.

No siempre es fácil tolerar la idea de que los textos de memorias o diarios pertenecen con toda exactitud al género documental, histórico. Por lo regular, las cosas ya son más complicadas. Es posible recurrir a la llamada novela de la Revolución Mexicana para obtener mucha información, más allá de lo que ha quedado registrado por un historiador minucioso, pero que poco se preocupa por el lenguaje de época, la vestimenta, el mobiliario, la música que prevalecía en esos momentos. Tengo la impresión de que por ahora la mezcla de géneros periodísticos y literarios, las intromisiones de la literatura en la historia, la antropología y la sociología, es tal que no resulta sencillo precisar las características de cada género. ¿Qué es realmente Los ejércitos de la noche de Norman Mailer, novela, historia, ambas cosas? ¿Una propuesta aguda para novelar un hecho y al mismo tiempo la prueba de que es posible contar sucesos de maneras diferentes para enriquecerlos? ¿El combate es simplemente “un soberbio retrato de un atleta y un hombre realmente extraordinario”, según precisó un crítico literario, o es algo más que un reportaje novelado del gran encuentro entre Muhammad Alí y George Foreman por el título de peso completo en Dakar, una novela espléndida? Y qué decir del género “inventado” por Truman Capote, insisto, ¿es, en efecto, no-ficción, algo que en consecuencia tendría que ver más con el periodismo o con la historia que con la literatura? ¿Cómo hace un joven de hoy la lectura de sucesos pasados: busca información sobre un boxeador en un caso y en el otro desea saber cómo era en otras épocas la violencia en Estados Unidos? Por experiencia magisterial, sé que las obras citadas no son leídas como documentos sino como ficción.

Por otra parte, algunos libros concebidos y redactados bajo normas científicas, como Los hijos de Sánchez, de Óscar Lewis o entre nosotros, Juan Pérez Jolote de Ricardo Pozas, hoy parecen ser apreciados como novelas, como literatura y no como obras antropológicas. Esto se debe a que son libros hechos con valores estéticos y seguramente tienen, no sería difícil comprobarlo, más de un elemento de ficción, la manera en que el autor vio la realidad, no fotografiándola sino interpretándola y tal vez modificándola.

La celebérrima Autobiografía precoz del soviético Evtushenko comenzaba diciendo que la mejor autobiografía de un poeta son sus poemas. Es cierto. Bajo este criterio, también una novela o un cuento tienen grandes dosis autobiográficas. Uno toma los elementos de la realidad que lo rodea. Flaubert respondía a la pregunta quién es madame Bovary diciendo soy yo. Y es probable que Tolstoi hubiera podido decir algo parecido en relación a su personaje Ana Karenina. Mi experiencia en tal sentido es semejante. Mis novelas Tantadel, La canción de Odette y El gran solitario de palacio, mis cuentos amorosos reunidos bajo el título de Todo el amor y, finalmente, mis cuentos fantásticos agrupados temáticamente en Fantasías en carrusel, son autobiográficos. Todos y cada uno de ellos. La serie de relatos breves llamada Los oficios perdidos (originalmente publicada por la UNAM) refleja de modo perfecto mi infancia, cómo pasaba en familia la Navidad o cuáles eran mis lecturas favoritas en la adolescencia. Y lo mismo ocurre con la serie “En torno a la divinidad...”: es mi manera (humorística) de ver la Biblia, de interpretar el catolicismo que me fue inculcado en la niñez y el que abandoné pocos años después. Pese a ello, uno busca la autobiografía tradicional para contar qué estudió, cómo fueron sus padres, en qué escuelas hizo los estudios, cuál fue el primer libro escrito, a qué personajes conoció, qué países ha visitado. Y aquí entra la imprecisión, los recuerdos pueden ser vagos, y desde luego la ficción que sustituye a una realidad borrosa. No es posible reconstruir la vida, una larga vida, con minuciosidad. En las voluminosas autobiografías de Churchill y Kissinger tenemos que suponer que pese a las mil y una actividades de alta complejidad, de tantos problemas en tiempos de guerra como enfrentaron, aún tenían tiempo para la vida cotidiana, beber, hacer el amor, comer y, evidentemente, guardar notas precisas que muchos años después les permitirían reconstruir sus vidas con una precisión asombrosa. Sus logros y victorias, descritos con tanto desenfado, como si hubieran ocurrido el día anterior. Regresando a los ejemplos de artistas, el dramaturgo Arthur Miller, en Vueltas al tiempo, deja una serie de dudas sobre el conflictivo personaje que fue Marylin Monroe. Sin nadie que lo contradiga, muerta la actriz, reproduce diálogos y situaciones que parecen más cercanos a la ficción que a la historia. Es sin duda la Marylin que en más de un aspecto rehizo Miller. Por ello, los lectores más agudos e inquietos se preguntan incesantemente: ¿dónde está la realidad en una novela y dónde la ficción en un testimonio autobiográfico? Jean Cocteau, citado por la novelista Beatriz Rivas (Viento amargo), responde: “La historia está hecha de verdades que se convierten, a la larga, en mentiras. En cambio, los mitos son mentiras que, a la larga, se transforman en verdades.” Por fortuna así es. De este modo los textos testimoniales y los de ficción se enriquecen con aquello que pareciera su antítesis.

Pero hay algo que debemos dejar muy claro antes de continuar, si la autobiografía queda en el terreno literario será el resultado principalmente de la belleza del trabajo prosístico. Las anécdotas, las historias, son marginales ante una prosa deslumbrante. No importa si el autor es general, político, dramaturgo o payaso, lo que cuenta es la eficacia de la forma.

En México hay una tradición reciente de escritores que escriben autobiografías. Habrá que recordar, en el siglo pasado, a Guillermo Prieto, y la gratísima autobiografía del presidente Sebastián Lerdo de Tejada, un ameno e ingenioso libro que muchos consideran apócrifo. Ya en el XX, tengo especial afecto por los Diarios de don Federico Gamboa y por las memorias de Andrés Iduarte, a quien conocí y traté en sus últimos años. Mención especial amerita la tarea autobiográfica de José Vasconcelos. La parte más importante de su vida y sus luchas está encerrada en cuatro formidables libros: Ulises criollo, La tormenta, El desastre y El proconsulado. Aquí tenemos de nuevo la imprecisión: unos críticos hablan de ellas como novelas (la primera, por ejemplo, está dentro de la obra clásica en dos volúmenes La novela de la Revolución Mexicana de Antonio Castro Leal), otros como autobiografía novelada y unos más como simple autobiografía. Dentro del tema revolucionario, el libro Pancho Villa, retrato autobiográfico, 1894-1914, es el que mayores inquietudes propone en cuanto a la mezcla de géneros literarios y documentales o periodísticos. El libro contiene la edición facsimilar de las memorias de Villa dictadas a Manuel Bauche Alcalde, pero lo que llama la atención es que las nietas, historiadoras y autoras de la obra, Guadalupe y Rosa Helia Villa, hablan de los buenos libros sobre el abuelo, entre ellos las célebres Memorias de Pancho Villa de Martín Luis Guzmán. Se precisa que es una novela, no una biografía. La primera, Guadalupe, explica coincidiendo con Tournier: “El género autobiográfico, como fuente documental, constituye un valioso testimonio de primera mano…” Lo encuentra como un elemento adecuado para separar la historia de la ficción. Pero sin duda que en el caso de Villa, como en tantos más, esa es una tarea imposible de precisar, dónde comienza una y dónde la otra. La segunda nieta, Rosa, cita a Martín Luis Guzmán en su explicación sobre qué escribió sobre Villa. La conclusión es evidente: Guzmán trazó una novela o una biografía novelada, no su verdadera historia. Para llevar a cabo dicha tarea, el novelista modificó a su antojo el material que Villa le dictara a Manuel Bauche Alcalde. ¿Y? Es verdad, ellas ofrecen como único documento valioso y verídico la propia versión del general Villa, pero nadie ignora que el revolucionario era afecto a la exageración y la grandilocuencia, que tenía una idea clara del valor del mito y de éste en la historia. Por ello es difícil hacer una separación tajante. Además, ¿para qué? Ello sin duda incomodaría al mismísimo general y hasta ofendería su enorme inteligencia y su vívida imaginación que le permitió modificar el rumbo de México.

Me faltaría citar Tiempo de arena, memorias inteligentes y gélidas de un hombre del que sus críticos decían que tenía currículum, no biografía: Jaime Torres Bodet, quien al final de su vida moriría como personaje de la literatura trágica: de un tiro en la cabeza. Las de don Jaime, son una parte modesta de su vida, no abarcan la totalidad de ella y, como si ello fuera poco, conservan siempre el aire severo del poeta y alto funcionario que fue. Ello sólo me propone una fórmula literaria (una minificción) para dar con la autobiografía o los diarios exhaustivos y acabados: la titularía La verdadera y más completa autobiografía y diría: No fue sino hasta después de su muerte cuando decidió escribir la autobiografía perfecta y más rotunda: comenzó por su muerte, relatando los detalles de la agonía y la consternación familiar, y la concluyó con el nacimiento, cuando sus padres entusiasmados le auguraron una larga y fructífera vida.

Pero es a mediados de la década de los sesenta cuando las autobiografías se convierten en un éxito y caen en cascada. Rafael Giménez Siles y su asesor Emmanuel Carballo inician una serie que habría de hacerse famosa: “Nuevos escritores del siglo XX presentados por sí mismos.” Todas llevaban un prólogo más o menos generoso de Emmanuel Carballo y aparecieron bajo el sello de Ediapsa. Eran, ciertamente, prematuras, pero llamaron la atención de los lectores y ahora son casi joyas de bibliógrafos. Allí estaban Juan García Ponce, José Agustín, Sergio Pitol, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis, Gustavo Sáinz, Tomás Mojarro, Marco Antonio Montes de Oca, Vicente Leñero, Homero Aridjis, Fernando del Paso y hasta José Emilio Pacheco. De ellos, José Agustín era el más joven, apenas había rebasado los veinte años y Carlos Monsiváis de casi treinta, no tenía más obra literaria que una antología de poesía publicada por el mismo Giménez Siles. Recuerdo que la primera entrevista importante al primero la hice yo a petición de José Emilio Pacheco para el suplemento La cultura en México de Fernando Benítez. Lo recuerdo bien porque Agustín criticaba con violencia a Juan Rulfo, algo que José Emilio censuró no sin antes notificármelo con la amabilidad que lo caracteriza. En alguna parte, yo le preguntaba, citando la famosa Autobiografía de Benvenuto Cellini, si era correcto escribir una de ellas antes de los cuarenta años. La respuesta, por supuesto, era contraria al orfebre renacentista.

De esa amplia lista de escritores, recientemente, en 1996, que yo sepa, tres volvieron a escribir sus autobiografías: Juan García Ponce, Personas, lugares y anexas, finalmente, hubo otra edición que recuperó el título original tomado del poeta ruso Evtushenko, Autobiografía precoz, con un largo prólogo de Huberto Batis; Sergio Pitol, El arte de la fuga, testimonio que utiliza y desperdicia para renegar de su trabajo anterior considerándolo como algo inmaduro y de escasa calidad. Las de García Ponce y Elizondo son, para mi gusto, las más logradas e intensas de todas ellas.

Poco antes, Vicente Leñero, en la colección “De cuerpo entero” que dirigía Silvia Molina, nos entregó una nueva versión autobiográfica, al igual que en la de Giménez Siles y Carballo, de pocas páginas, unas cuarenta cuartillas. José Agustín se limitó a reescribir la anterior y si mal no recuerdo sólo le hizo algunas modificaciones al final. Por su lado, aunque parte de la generación Mester (la mía) que encauzó Juan José Arreola, Jorge Arturo Ojeda, fiel a una feroz individualidad, hizo editar su autobiografía en 1974, Autobiografía prematura, escrita durante la época de las de Giménez Siles, dentro de un libro llamado Documentos sentimentales.

En la serie llamada “De cuerpo entero” han publicado sus autobiografías prácticamente todos mis compañeros de generación, algunos un poco más jóvenes como Bernardo Ruiz y otros un poco mayores como Emmanuel Carballo, quien casi de inmediato redactó una más voluminosa, Ya nada es igual, memorias. Citemos a un puñado: Marco Aurelio Carballo, Eugenio Aguirre, Gerardo de la Torre, Héctor Azar, Silvia Molina, Víctor Hugo Rascón Banda, María Luisa Mendoza, Brianda Domecq, Federico Patán y Roberto Bravo. Tanto la primera serie como esta segunda, tienen como característica la búsqueda de una estructura poco convencional, lo que justificaría la brevedad. Marco Aurelio Carballo hizo publicar la suya a los 48 años de edad, lo que significa que tuvo que ceñirse casi a página por año, y Gerardo de la Torre redactó su autobiografía en forma de misiva a su hijo. La brevedad en todos los casos, aún en los de excesiva juventud, es una dificultad más o menos grave. Marco Aurelio Carballo hace la lista de sus autores favoritos, Hemingway, Miller, y Bukowski, entre ellos, pero no habla de la manera en que influyeron en su propio trabajo. Esto es, en todos esos textos prevalece la superficialidad. Quizá si, como en la definición francesa de cuento, se hubieran limitado a simplemente seleccionar un trozo de su vida, el más intenso, los resultados hubieran sido otros y más positivos. Es difícil querer contar una vida entera en pocas páginas. Mi caso fue distinto. A lo largo de ocho años, en las páginas de El Búho, suplemento cultural de Excélsior, tuve una columna autobiográfica: “Dramatis personae”. Allí fui redactando capítulos enteros de mi vida. Lo hice como ejercicio y para divertirme, el tono por lo regular era humorístico. Al final el resultado fue asombroso: más de mil cuartillas. De ellas seleccioné algunas historias, particularmente de índole amorosa, que fueron a parar a cuentos y novelas y las restantes, alrededor de quinientas, organizadas temática y temporalmente, constituyeron mi autobiografía cuyo título es Recordanzas, trabajo que corregido docenas de veces en ocasiones reinventó mi vida, estuvo a punto de titularse, en correcta paráfrasis de Neruda, Confieso que he bebido, pues destila ron y whisky y cuenta los hechos con la poca solemnidad que caracterizara a mi generación, sin las pretensiones intelectuales de las anteriores, en un intento de probar que la vida es sobre todo gozable, muy divertida. Debo añadir que antes había publicado otro libro autobiográfico: Memorias de un comunista, maquinuscrito encontrado en un basurero de Perisur, obra que de muchas formas recoge mis andanzas políticas, mis casi veinte años de militancia marxista y, en consecuencia, mis viajes a países del llamado socialismo real como Cuba y la Unión Soviética y mi trato con algunos artistas e intelectuales comunistas destacados de la talla de Siqueiros, Alejo Carpentier, Roberto Fernández Retamar, B. T. Rudenko, José Revueltas y Juan de la Cabada. Por esta razón, Recordanzas se refiere más a mi vida personal, a intentar un diálogo con el padre muerto que apenas conocí, a establecer las precisiones necesarias con los autores que he amado, a saber por qué razones llevo a cuestas ciertos valores culturales mientras que rechazo otros, cuál es la importancia del alcohol y las drogas en mi generación, qué significan para mí las mujeres y qué entiendo por amor-pasión. Quisiera aquí señalar algo curioso: durante la presentación en la sala Manuel, M. Ponce de Bellas Artes de mi autobiografía, José Agustín, mi entrañable compañero de andanzas iniciales, señaló que no se trataba estrictamente de una autobiografía. Más todavía: al término de su intervención dijo que ya era tiempo de que la escribiera. No estuve de acuerdo con él. Poco después, un novelista joven, Iván Ríos Gascón, me dio una explicación que considero razonable. Las autobiografías mexicanas, como sus compañeras internacionales, tienen algo en común: el centro del universo es el narrador, el resto lo forman comparsas más o menos distinguidos. Recordanzas, al contrario, privilegia a los demás, resalta a mis amigos y maestros; ellos, entonces, se convierten en lo fundamental. Mi amor y admiración por Arreola, Rulfo, Solana, Revueltas, Cuevas, Carpentier, Garro, Sebastián, Luis Herrera de la Fuente, digamos, por los libros y los autores que me formaron, me deja de lado, me resta afanes protagonistas. Algo que poco se da en las memorias, autobiografías y diarios. De todas formas, pienso, es una autobiografía rigurosa. Jamás podría escribir mi vida de otra forma. Y de tal manera volví al género con dos libros más: Nuevas recordanzas y El libro de mi madre, donde reconstruyo a lo largo de veinticuatro horas de agonía, lo poco que sabía de su vida.

El recuento de autobiografías famosas no es breve. Llevaría muchas páginas, probablemente libros. Pocos resisten la tentación de escribir su vida considerándola como un paradigma, como una hazaña. La inmensa mayoría tiende a la solemnidad y algo llama poderosamente la atención: son escasos aquellos que se aventuran por los laberintos del sexo. Pueden hablar de un gran amor, de una amante magnífica, pero jamás estará la escena erótica. Ésa, probablemente, queda para la novela o el cuento, para el poema o tal vez para la obra de teatro. Las vidas de los grandes hombres y las mujeres célebres son asépticas, carecen por lo general de emociones y sentimientos. Como es normal, son amplias justificaciones de hechos y acciones que omiten el odio agudo o el amor extremo. Escritas por lo regular tiempo después de ocurridos los sucesos, las cosas se han dulcificado. En este sentido creo que sólo el inmenso Pablo Neruda, en Confieso que he vivido, recuerda pasiones, personajes detestados como Roberto Fernández Retamar y Nicolás Guillén, mujeres que le parecieron formidables en la cama, habla de la gran comida china y se pregunta porqué nunca la halló en su primer viaje a China. También Luis Buñuel, en Mi último suspiro, escribe sobre los demonios de la carne y de las graves pugnas con Salvador Dalí, Ávida Dolars, como lo calificara con plena razón André Breton.

En fin, las hay cercanas a la literatura y muy amenas, como la de Benjamin Franklin (comparada por sus apologistas, tal vez exageradamente, con la prosa de Dickens), tremendamente largas y recientes como la citada Autobiografía de Henry Kissinger, ridículas e innecesarias como los dos enormes tomos de José López Portillo, Mis tiempos, demagógicas y ramplonas como las de Eva Perón, La razón de mi vida, terriblemente justificadoras como las Memorias de Mijail Gorbachov, combativas e inteligentes como Mi vida de León Trotski, y Memorias de un revolucionario de Víctor Serge, los cinco tomos de Arthur Koestler, en especial El camino hacia Marx, y Autobiografía de una mujer emancipada de Alexandra Kollontai. Asimismo las hallamos memorables como los tres tomos de Ilia Eheremburg: Los dos polos, Un escritor en la revolución y Gente, años, vida, que en México publicara Joaquín Mortiz. O la de Eisenstein, Memorias inmorales, que muestran la capacidad innovadora, la fuerza poética y la fascinante época que le tocó vivir al genio cinematográfico. Las han escrito, ciertamente, un alto número de personajes, obligados por alguna fuerza misteriosa que podría escapar a la simple vanidad o al exhibicionismo.*

Otros han usado sus recuerdos, su memoria, para hablarnos de su obra propia como prevalece en Memorias de Adolfo Bioy Casares. Giambattista Vico, en Autobiografía, escrita en 1725, la utiliza para contarnos sus ideas. Y este mismo es el caso de Sigmund Freud y de un pensador inglés notable: R. G. Collingwood, Autobiografía, que prefiere narrar la manera en que su pensamiento fue evolucionando. Hace un recuento de su trabajo intelectual, de sus minuciosas lecturas de historia y filosofía, se descubre un hombre distinto, se halla politizado: “Yo sé que toda mi vida he estado enzarzado sin darme cuenta en una lucha política, en la que luchaba entre sombras contra estas cosas. De ahora en adelante lucharé a plena luz.” Vale la pena añadir que el libro fue escrito durante la época tenebrosa del ascenso fascista en Europa y publicado en 1938, un año antes de que cayera la República en España y comenzara formalmente la Segunda Guerra Mundial.

En esta misma tesitura está la Autobiografía de Norberto Bobbio: explica su pensamiento, sus acciones y sus distintos libros. Es también una obra de reflexión intelectual y política, un registro de su rigor crítico y de sus dudas, de sus grandes luchas por la democracia, de su simpatía por un socialismo liberal. Documentó su combate contra los fanatismos ideológicos, tal como explica al final de su libro.

En un campo más cercano a la literatura, Cesare Pavese construyó un libro muy hermoso: El oficio de vivir, el que de alguna manera concluyó cuando decidió suicidarse en 1950 en Turín. Tampoco es la relación común de hechos cotidianos que pueden llamar la atención del lector por la cantidad de personajes citados y de las grandes acciones del narrador. Se trata de un libro (una suerte de complejo diario) donde Pavese mira con profundo detenimiento a la literatura, al arte en general, lo hace con una prosa densa e inteligente, de un estilo preciso y distinguido. En 1947, el 21 de julio, escribió en su diario: “Se aspira a tener un trabajo, para tener derecho a descansar”. El 27 de noviembre de ese mismo año escribió otra enigmática línea: “Odiamos a los otros, porque nos odiamos a nosotros mismos.” ¿Somos capaces de clasificar El oficio de vivir como un diario, una autobiografía o como una serie de profundas reflexiones poéticas ante la vida, escritas quizá para su propio consumo o como una explicación filosófica de su trabajo literario?

Sigmund Freud, en su autobiografía, escribe acerca de sus deslumbrantes descubrimientos, de las relaciones no siempre cordiales con sus compañeros y discípulos y de sus luchas por mostrarle a un mundo sorprendido las complejidades internas de las personas.

Pero en general este tipo de autobiografía, la historia y evolución del pensamiento, es poco frecuente. Las personas que deciden contarnos su vida, lo hacen en un cierto afán exhibicionista, con la presunción de que han experimentado sucesos significativos, y tratado a grandes personalidades. Hay que insistir: la autobiografía tendrá mérito, pasará a la historia, si es un trabajo bien escrito, donde pese la belleza de la prosa. De otra parte, tengo la certeza de que las autobiografías, los diarios y los libros de memorias inalterablemente tienden a exagerar los hechos o a omitirlos. Los recuerdos vagos, si parecen interesantes, sufren modificaciones y adornos. Cuando escribí mi autobiografía, Recordanzas, el primer paso fue dársela a mi madre a leer. Ella lo hizo y -consta en la advertencia- me respondió suspirando: Bueno, así recuerdas tu vida. Lo que me hizo pensar o que no estaba de acuerdo con ciertos pasajes o que de plano algunos sucesos estaban convertidos en ficción. De todos modos, considero que aún los textos fantásticos que he escrito, son claramente autobiográficos, lo que le daría la razón al antes citado Evtushenko.

Es difícil sustraerse a la publicación de una autobiografía, de unas memorias, el mayor acto de vanidad de una persona. Los pintores no las han rehuido y el poeta Alberto Blanco sostiene que en ocasiones estos trabajos son más bellos que los realizados por escritores. En México, por sólo citar algunos, las escribieron Orozco y Rivera y las dictaron Siqueiros y Raúl Anguiano: la del primero se titula Me llamaban el coronelazo, y la segunda Remembranzas. Por último, José Luis Cuevas ha escrito periodísticamente, y sobre todo en El Búho, artículos autobiográficos que han terminado en varios libros sobre las andanzas amorosas y artísticas del célebre dibujante y escultor. Cabe añadir que José Luis posee un afinado estilo literario, tal vez producto de sus muchas lecturas, y que -lo advirtió antes que otro, el escritor Edmundo Valadés- por su poder imaginativo es posible leerlo como literatura de ficción. La prolífica escritora de relatos policiacos, Agatha Christie, escribió la suya a los setenta y cinco años de edad y al final le da las gracias al señor por su larga y buena vida llena de cosas bellas y el amor que ha recibido. Es amena y cuenta principalmente sus viajes y lecturas. Por su parte, Vladimir Nabokov, que nos acostumbró a novelas eróticas sorprendentes como Lolita, en Habla, memoria, se queda atrás de ellas, con frecuencia hay historias insulsas contadas por un buen padre burgués. Por cierto que la autobiografía de Charles Chaplin, que uno tendría que suponer humorística, es de lo más seria posible y en momentos tan aburrida como lo es La vida de un rey del duque de Windsor. De los políticos que han reconstruido su vida, tengo afecto por los libros de memorias de Winston Churchill, por los muy bien escritos de De Gaulle y por el de Giscard D'Estaing, El poder y la vida. De los políticos mexicanos que han escrito sobre su vida y obra, creo conveniente destacar a Griselda Álvarez, con su autobiografía Cuesta arriba; ella es maestra y poeta y redacta con belleza, señala las dificultades que las mujeres tienen para llegar a los altos cargos públicos y la manera en que fue venciéndolos. Y si hablamos del trabajo de las escritoras, imposible pasar por alto la autobiografía de la más notable narradora que ha dado México, Elena Garro. Como resultado de su viaje a la España republicana, durante la Guerra Civil, Memorias de España, 1937. Elena, para contar su experiencia personal, conserva el tono fresco de la adolescente que era en los primeros años de su matrimonio con Octavio Paz. Allí aparecen Alberti, Juan de la Cabada, Siqueiros, Tina Modotti y muchos grandes personajes, contemplados con prematura lucidez e inteligencia, a veces con cierta ingenuidad. Un libro fascinante, como todo lo escrito por Elena Garro. Algunas obras de ciertos autores como Henry Miller son infinitas autobiografías, catálogos de virtudes y miserias, que jamás omiten nada de lo que es humano y que poco aparece en otros libros semejantes: el sexo, las pasiones, los sentimientos, la grandeza y la vileza, el deseo y la lujuria.

La autobiografía, pues, al contrario de lo aseverado por Tournier*, no siempre parece estar distante de la ficción. Será una misión del historiador o del periodista desligar un testimonio, un documento de la literatura. Para el lector, si hay belleza y talento, sensibilidad y agudeza, se quedará con la obra, no importa que la historia haya sido falseada en bien de la ficción. Varias de las autobiografías escritas en México tienen alto valor literario, por la forma en que las edificaron y porque en más de una ocasión sus autores dejaron de ser historiadores de su vida para seguir siendo poetas y narradores al modificar hechos personales, al falsificar la realidad. Recuerdo que Juan Vicente Melo solía decir y escribir que su trabajo literario tenía por finalidad escaparse de una vida aborrecible. He aquí una clave para descifrar muchos testimonios y anécdotas que por carecer de verdadero interés, fueron escritos, en bien del arte, traicionando la detestable realidad.

*Curiosamente, cuando Tournier pasa de la teoría a la práctica, modifica, tal vez sin percatarse, su postura. En El viento Paráclito, su autobiografía, escribe: “Hay seres a los que estamos ligados por el amor, por el odio, cuya pista del destino seguimos, incluso si nunca los vemos”. Una frase que nos pone en el campo de la ficción poética, no del documento autobiográfico.

René Avilés Fabila nació en la ciudad de México. Licenciado en Ciencias Políticas por la UNAM (México), realizó el postgrado en la Universidad de París, La Sorbonne. Es profesor de Comunicación en la Universidad Autónoma Metropolitana. Tiene un largo historial periodístico y dirige su propia revista cultural: Universo de El Búho, publicación que reúne un número destacado de artistas plásticos, escritores y periodistas. Ha obtenido diversos reconocimientos, homenajes y premios literarios. Por su trabajo corno periodista cultural recibió, en 1991, el Premio Nacional de Periodismo que concede el gobierno de México. Es becario del Sistema Nacional de Creadores y miembro de la Société Européenne de Culture, con sede en Venecia, que presidió Norberto Bobbio. Entre sus publicaciones, destacan las novelas El gran solitario de Palacio, Tantadel, La canción de Odette y Réquiem por un suicida (editada en España). En Fantasías en carrusel y Todo el amor se hallan reunidas la mayoría de sus historias breves, en materia autobiográfica ha publicado tres obras de recuerdos: Memorias de un comunista. Maquinuscrito encontrado en un basurero, Recordanzas, Nuevas Recordanzas y El libro de mi madre. Recientemente publicó, dentro de la edición de sus Obras completas, dos títulos más: El reino vencido y El bosque de los prodigios.