René Avilés Fabila  René Avilés Fabila

Juan José Arreola y Mester en el corazón

El reconocimiento público a Juan José Arreola no es una novedad, sí la forma en que hoy aparece, con una gran inversión y un esfuerzo de funcionarios y escritores y con una reacción positiva de los medios de comunicación que antes no habían mostrado. Ahora se trata, así lo veo yo, de recuperarlo definitivamente como a un gran maestro de la literatura. Lo que no deja de llamarme la atención es que digan, en sala mayor, como una novedad, lo que muchos hemos dicho desde siempre sin ningún pudor: que Juan José Arreola es un escritor perfecto. Lo dijo Emmanuel Carballo desde los inicios, no hubo mucho eco ni él trató de convencernos diariamente. Arreola, para los que trataban de moverse sólo por las cúpulas literarias, dejó de existir cuando de la Casa del Lago pasa a Televisa o a las estaciones radiofónicas y habla de futbol, ciclismo, cine y hasta de telenovelas. Se topa con la incomprensión de sus antiguos admiradores y con la insolencia majadera de algunos personajes de la farándula destinados al olvido. Octavio Paz llegó a la dureza con Arreola y él, engolosinado con los medios electrónicos, nada repuso, se dedicó a utilizarlos y a dejar en ellos una huella indeleble. Sus conceptos mágicos y profundos, su conocimiento de autores fundamentales y su audacia lo convirtieron en el rey Midas: tema que tocaba lo convertía en oro. Así lo dije yo en un artículo que apareció hace más de veinte años y que fue recogido en libro casi inmediatamente: El diccionario de los homenajes que con el tiempo se convirtió en Material de lo inmediato, publicado por CONACULTA.

Algo pasó, algo oscuro y desagradable, y Arreola dejó de ser un genio para muchos escritores y críticos. Fue absurdo: pasó a ser un epígono de Borges o un discípulo de Kafka, según quien hablara. Si al principio lo comparaban con Rulfo y se llegó a la osadía de suponer que México estaba dividido en dos: los rulfistas y los arreolistas, dejando todo lo demás en la nada, en cierto momento, pasó a segundo plano: el único genio era Juan Rulfo, con tal de degradar a Juan José, de castigarlo por ese hecho de apariencia siniestra. No estaban sino equivocados a medias: Rulfo era un genio, Arreola también. Eran bien distintos y a pesar de ello se amaban, pero escritores afamados y críticos incapaces de error, contribuyeron para que los amigos y paisanos, miembros de una generación única, terminaran gravemente distanciados, algo que Arreola siempre lamentó y que le permitía a Rulfo hacer una de sus muy escasas bromas: Juan José sólo ha leído dos libros, pero eso sí, muy bien.

No deja de ser irónico que hoy, muerto Arreola, y en medio de la publicidad, vuelva el amor con singular entusiasmo. Poetas y escritores, críticos y ensayistas lo amaron de tiempo completo. Lo importante para la historia patria, que siempre es una historia universal de la infamia, es que hoy todos fueron sus amanuenses y sus más claros admiradores, jamás tuvieron un titubeo con el maestro. Pero, en fin, hay hechos concretos. Arreola puede ser visto de muchas formas: la literaria es la principal, su prosa perfecta, impecable, es una de las mejores del continente. Nada sobra, nada falta. Es escasa, así lo quiso él y así lo aceptó tal vez con tristeza. El problema es que la perfección sólo se alcanza en las obras reducidas. Balzac y Tolstoi, Carpentier y Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Fernando del Paso, tienen algunas páginas fatales. En Arreola, no hay desperdicio. Pero hay que insistir, junto con Torri y Reyes, inaugura en México una literatura fantástica repleta de ingenio e imaginación. Abre puertas y anticipa a Borges entre nosotros. A los clásicos se les conoce no por los maestros de letras sino por las citas de Arreola.

Pero también existe el maestro, generaciones y generaciones pasan por sus talleres improvisados en su departamento limpio y organizado. Forma escritores, cuentistas, poetas ensayistas, novelistas. Docenas y docenas de jóvenes lo buscan porque saben que no es mezquino, entrega su tiempo a quienes realmente aspiran a ser poetas y cuentistas, se lo quita a su arte. Está asimismo el amante de la mujer, el que la observa con cuidadosa admiración y le canta y habla. Finalmente hay un Arreola oral, de su pasión por hablar hoy tenemos varios libros, destacan sin duda los ordenados por Jorge Arturo Ojeda. Entre otros, La palabra educación.

El caso de Arreola es semejante al de Rulfo en cuanto a extensión y calidad, a pesar de que tenga más éxito la obra de este último escritor. Lo que ocurre es que los temas y tratamientos de Rulfo, son más impactantes en países como el nuestro. Toda América Latina está diseñada, o inventada, según Edmundo O'Gorman, para aceptar y admirar el nacionalismo y el realismo o cualquiera de sus descendencias. Lo fantástico y lo cosmopolita es más bien propiedad de minorías o, según la vieja izquierda intelectual, un género de evasión. Y aquí, de modo muy amplio y sin mayores precisiones, entraría la literatura de Arreola. Lo más grave, en este caso, es que los países europeos y Estados Unidos, que tienen una amplia tradición de literatura fantástica, gustan de lo que carecen: de los temas nacionales de países rurales y tendientes a ciertas formas de realismo, brutales, por añadidura. Ello por una razón que puede sonar violenta: por exotismo. Nada más exótico para un estadunidense, un inglés o un francés que libros como La sombra del caudillo, Vámonos con Pancho Villa y El llano en llamas: la violenta revolución y el misterioso campo mexicano. En cambio, es probable que no les impresione gran cosa Confabulario. Lo ven, en todo caso, como algo propio, como algo familiar, como parte de la literatura universal, de la que forman parte sustantiva autores que Arreola ha amado tales como Kafka, Schwob y Borges.

Pero algo debe quedar claro: Juan José Arreola es, insisto, la perfección misma. Dentro de su obra total nada queda fuera, nada sobra, nada falta. Con maestría y rigor, dueño de un talento excepcional, con una belleza agresiva y una calidad que sorprende y abruma, construyó una obra de modestas extensiones, sí, pero de una grandeza ilimitada. Arreola (así lo pienso porque lo he leído y observado desde mi juventud) no aceptó el muralismo sino el cuadro de caballete, las miniaturas. No quiso ser Beethoven o Wagner sino Chopin o el Paganini de los Caprichos, no el de los conciertos. Ambicionó escribir, y lo consiguió, cuentos irrepetibles, textos de un virtuosismo maravilloso. Dudo mucho que se haya propuesto alguna vez redactar la fatigante novela-río que a Vargas Llosa o a Fuentes tanto les llama la atención. Fue desde sus orígenes a la precisión, a la economía verbal, a las más hermosas imágenes, porque Arreola, que bien utilizó la prosa, interiormente es un poeta soberbio. Lo sabemos porque sus citas más recurrentes son versos, a veces en español, otras en francés y otras más en inglés.

Arreola, por otra parte, ni es anticipado por Julio Torri ni es epígono de Borges. Es un autor pleno, único, con su propio mundo, un mundo soberbio, al que llegó a través de selectas lecturas y concepciones estéticas, que pudo afirmar con seguridad y audacia que toda belleza es formal. Juan José es el mejor prosista que ha dado el país. Por ello la relectura de su obra jamás cansa y siempre enriquece. En una nación de modas, de efímeras sorpresas literarias, donde el periodismo se ha convertido en el torpe tirano apenas ilustrado que nos indica qué debemos leer y cuál es el autor "valioso", que nos presenta fraudes espectaculares y periodistas disfrazados de narradores, que fácilmente se impresiona con el best-seller, Arreola, desdeñando opiniones ajenas, optó por el retiro. Estoy seguro de que las modas pasarán, los falsos valores se irán al diablo, mientras que Arreola crecerá y nos dará la idea de que toda esa lograda belleza fue conseguida en México y que por ello nos ha dado la sensación de ser mayores de edad y tener una tradición literaria de la que hemos carecido: especie de Prometeo, se apropió de lo universal y lo hizo profundamente mexicano. Tengo asimismo la certeza de que los lectores nacionales no acabamos de valorar el papel de Arreola, quien de las mejores formas ha simbolizado la literatura.

Arreola siempre fue un ser legendario, un mito, hoy diríamos un ícono. Se hablaba de él y se comentaban sus hazañas literarias y amorosas, sus logros como hombre de teatro y promotor cultural, sus frases, su gusto por las mujeres y el vino, su necesidad de subirse en una bicicleta, jugar ping pong y ajedrez, sus encuentros con su admirado Borges, su pasión por López Velarde y Pellicer. Atraídos por su gran literatura y animosidad para ayudar al prójimo, José Agustín y yo nos acercamos a él alrededor de 1960 o 1961, cuando ambos estábamos en la preparatoria. Fue generoso y fue más allá de nuestra propuesta de conversar y leer nuestros primeros materiales. Nos dijo que formáramos un taller de literatura, él lo impartiría sin cobrar un centavo. Muy pronto a ese departamento convertido en una prodigiosa fábrica de literatura, llegarían muchos más escritores. Hoy los talleres se multiplican, en esos tiempos sólo estaba el suyo o los suyos, sus creaciones donde modelaba escritores y creaba editoriales. Así fue y poco tiempo después, el taller de Arreola se enriquecía con una nueva propuesta del maestro: hacer una revista hermosa. Así nace Mester, donde una generación, la mía, publica sus primeros materiales.

Ninguno de los que nos formamos alrededor de Arreola ha resultado desleal, ni siquiera Ojeda, con quien tuvo graves pugnas. El resultado ha sido que, en los homenajes y reconocimientos no oficiales, todos hemos estado allí: Leopoldo Ayala, Andrés González Pagés, Elsa Cross, José Agustín, Juan Tovar, yo mismo. Reconociendo no sólo su enorme calidad literaria sino también su calidez humana, su devoción a la causa de los jóvenes. La admiración llegó al grado de que, en una época, pasada la euforia tonta que Margo Glantz provocara con su denominación de la Onda, fuimos llamados por críticos insensatos arreolistas. Por ello y también para quitarnos de encima la pesada losa de onderos, Agustín propuso que nos llamáramos generación 40, porque nacimos alrededor de tal año, o Mester, por obvias razones o 68, porque la mayoría de nosotros cruzamos por esa cortina de sangre y fuego.

Extrañamente, no tanto si atendemos a su estructura cultural, con Juan Rulfo, esa misma generación tuvo distanciamientos y desencuentros, quizá porque todos éramos productos urbanos. Durante una entrevista hecha al célebre autor de Pedro Páramo por un señor Juan E. González, publicada originalmente en Madrid, aparece la siguiente pregunta: "¿Y la generación del 68 de Tlatelolco?" Rulfo contesta: "Fue una generación que estaba dolida y, sin embargo, no produjo la novela que era necesaria (ni el cuento, ni el poema ni el ensayo, añado yo). Vino una especie de estancamiento, de crisis, de derrota, ya no de fatalidad, sino de apatía. Nadie quería hacer nada. Aunque políticamente, a México se lo divida en 'antes del 68' y 'después del 68', literariamente, esa división no produjo un hito literario."

"¿Qué falló?", interroga el entrevistador.

Rulfo dice: "Fallaron los jóvenes. No sé qué les pasó. Lo cierto es que entraron en una crisis de apatía y de indiferencia. Además, se equivocaron al proclamar la novela urbana como esencia de lo que debía hacerse. Pero en la práctica esa novela urbana resultó más bien personalista, casi intimista. No se hablaba de la ciudad, ni siquiera se hablaba del edificio donde vivía la persona del escritor, sino de sí mismo... Ahí se ve claramente la influencia de El mirón de Robbe Grillet..."

El resto de la respuesta de Rulfo refleja la severidad con la que miraba a mi generación, llámese como se llame. Alguna vez lo dijo con más claridad y dureza: ninguno le interesaba, fue duro con Jorge Arturo Ojeda y mucho más con José Agustín. Con este último, la pugna fue enorme: mi amigo y compañero de estudios fue duro en el epílogo a la primera edición de Obras completas de Revueltas, puso palabras de desprecio a Rulfo y Rulfo no se quedó callado y dijo cosas importantes y agresivas respecto a nuestra generación y una broma atroz a José Agustín: en una noche literaria en casa de Paco Ignacio Taibo, cuando no tenía número, mi amigo pidió, en medio de una reunión que agrupaba a la mayor parte de los narradores y críticos más importantes del país, que se editaran sus "obras completas", La tumba y De perfil, en Madrid, pero sin censura (eran los tiempos de Franco). Rulfo con el puño derecho en la barbilla, dijo en voz alta, caramba, José Agustín, pero si la literatura infantil nunca ha sido objeto de censura. A cambio, por cortesía conmigo, porque yo solía respetuosamente acompañarlo a su casa cuando los miércoles salíamos del Centro Mexicano de Escritores, que en esa época estaba en la Colonia del Valle, me salvó, pero -añadió- tiene un defecto: René escribe demasiado.

Juan José Arreola fue un maestro ejemplar, era una de sus vocaciones: nos hablaba de autores distinguidos, corregía nuestros cuentos, novelas y poemas. Si alguno, a su sentir, valía la pena, le daba clases extraordinarias: allí, en soledad con el maestro, mostraba sus secretos de gran artista, cortaba una frase larga, mejoraba una metáfora, precisaba la puntuación. Su paciencia con nosotros fue realmente memorable y digna de encomio y como prueba de ella habrá que señalar que leyó dos veces y corrigió con esmero La tumba de José Agustín. Pocas veces se exaltó y nunca fue majadero. Cuando algún defecto o vicio literario lo irritaba, manifestaba su malestar y eso es natural en cualquier buen profesor.

El taller y la revista Mester vivieron más de un año, pero casi todos nosotros fuimos afortunados al obtener la codiciada beca del Centro Mexicano de Escritores donde los mentores eran Francisco Monterde, Juan José Arreola y Juan Rulfo, privilegio afortunado e irrepetible: allí prolongamos la cercanía con el maestro. A mí, en lo personal, ese año me permitió escribir mi primer libro de cuentos: Hacia el fin del mundo, que en 1969 fue incluido en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, junto al inmenso y luminoso poeta Rubén Bonifaz Nuño. Esos cuentos que Arreola, Rulfo y Monterde supervisaron y que, fuera de ese sitio, leyeran José Revueltas y Ermilo Abreu Gómez, me abrieron varias puertas y me permitieron conversar por dos veces en Buenos Aires con Jorge Luis Borges, en 1971.

Hace un par de años, por iniciativa de Claudia y Cecilia Gómez Haro, se formó el Centro de Escritores Juan José Arreola, allí, por consejo del propio maestro, quedamos Beatriz Espejo, discípula y amiga entrañable de Juan José, Guillermo Samperio, notable cuentista y también excelente maestro, y yo. Fueron los momentos postreros de Juan José Arreola. En el DF alguien organizó una mesa redonda sobre su trabajo: los invitados éramos Emmanuel Carballo, Guillermo Samperio, Beatriz Espejo, Antonio Alatorre, José Luis Martínez y yo. Allí supe por Antonio Alatorre y por Orso Arreola, que Juan José estaba desahuciado. Sentí dolor por mí y pena por la pérdida que sufriría la literatura. Mi encuentro final con el único maestro que tuve fue unos pocos meses antes. Lo vi en Guadalajara en uno de los últimos homenajes que se le hicieron en vida: estuvo gozoso y se permitió beber un poco de vino. Estaban sus hijos Claudia y Orso. Me recordó como algo que jamás fui, escritor serio y distinguido. Alejandro Aura se escandalizó con razón y en público replicó, pero si René se bebía tu coñac y en el taller ponía el desorden. El maestro sonrió. Ese fue el último encuentro con Arreola.

Su muerte nos dolió, pero no nos sorprendió. Beatriz Espejo fue quizá la última de los escritores mexicanos que lo visitó. Su relato de esos momentos es desgarrador. Hoy comenzamos a poner a Juan José Arreola en su justo medio, en la cumbre de las letras nacionales. Tengo la impresión de que, según sus propias palabras, vivió malos tiempos. Pero aún estamos a tiempo de reparar los errores. Juan José Arreola es la misma literatura. No hay que olvidarlo nunca más.