David Gutiérrez Fuentes
Desde la segunda mitad del Siglo XX, la modernidad le puso más obstáculos a la memoria y el legado de los escritores. Uno de ellos, y muy importante en esta época de lectura vertiginosa y pantallas fugaces que están prefigurando nuevos modos de acceder al conocimiento, está vinculado al trabajo que el escritor realizó en vida en favor de la cultura más allá de la constancia material (o inmaterial si consideramos la naturaleza binaria del almacenamiento gráfico y textual) de su propia obra.
Puedo decir, porque yo he participado en este proceso constructivo a lo largo de unos años de su vida, que René Avilés Fabila, RAF, ha realizado una labor incansable que yo le reconozco ampliamente a favor de escritores, pintores, periodistas y músicos. Lo último que supe es que la Fundación que lleva su nombre estaba realizando una rifa para reunir fondos para ayudar a un pintor a que mejorara la visión que las cataratas le habían obnubilado. Antes estas acciones que han sido constantes y que tampoco lo han distraído de su labor literaria, académica y periodística, cabe preguntarse: ¿qué motivó en un escritor con un marcado ADN narcisista, incursionar en el ingrato (porque está lleno de piedras y mal agradecidos), terreno de la promoción cultural? Una de las claves podemos encontrarla justamente en la novela que hoy nos reúne Los juegos.
En primer lugar celebro que se le rinda homenaje a un maestro con una larga trayectoria institucional tanto en la academia como en la administración universitaria, particularmente en la ligada con el impulso a proyectos culturales.
Los juegos es una novela que escribió René Avilés cuando tenía veintiseis años, en 1967, y un año antes del emblemático 68. La escribió a solicitud de un editor con criterio de ordeña vacas, como lo calificaría más tarde el propio autor. Se trataba del español Rafael Giménez Siles, dueño de la entonces muy importante cadena Librerías de Cristal. Cuando el librero editor vio terminado el libro, casi se va de espaldas y se negó a publicarlo. Lo que obligó a su creador a recorrer el camino de la autopublicación, hoy ciertamente más accesible gracias a la masificación de los programas de autoedición y al competido mercado de la impresión que amplía los horizontes de la oferta.
¿Pero qué podía contener Los juegos, una novela escrita a pedido, para que quien se la solicitó se negara a imprimirla? Nada menos que una ácida y demoledora crítica a Díaz Ordaz y la mafia cultural que durante los cincuenta y antes del sesenta y ocho, dominaba el panorama intelectual del México de entonces; mafia que en el sexenio de Echeverría se volvió priísta, acompañó al presidente en sus fastuosos viajes por el mundo y quedó inmortalizada por una frase que acuñó uno de sus integrantes, revelando, sin proponérselo, el poder de cooptación del otrora partidazo de Estado, hoy diseminado por metástasis en todos los partidos: “Echeverría o fascismo”.
El periodista Humberto Musacchio, compañero de RAF en el ya desaparecido Partido Comunista, escribió a propósito de Los juegos: “es una bomba que explota en medio del ambiente intelectual mexicano: todos los que han alcanzado algún renombre son satirizados sin clemencia en un libro divertidísimo que reprocha a nuestra inteligencia la vida entre cocteles interminables que son un concurso de alabanzas mutuas mientras un líder campesino [Rubén Jaramillo] es asesinado con toda su familia en una humilde choza [a pesar de haber depuesto las armas] y un dirigente sindical ferrocarrillero se pudre en la cárcel.”
Lo cierto es que ni siquiera fue la crítica a la llamada mafia el detonador de la censura, sino las referencias sarcásticas al intocable, es decir, al presidente de la república. En este sentido algunos grados hemos avanzado, habrá que reconocerlo.
René dice en el prólogo de esta edición conmemorativa de Los juegos que los mafiosos siguen siendo los mismos. Yo discrepo, no porque muchos de ellos estén vivos y algunos todavía adheridos a la cada vez más delgada y menos generosa “ubre del Estado”, sino porque ya no operan como mafia, sería imposible y ridículo dadas las dimensiones del país y la proliferación de diversos ámbitos en los que la cultura se abre paso. Lo que sí hay, y esta tesis me parece que también la comparte RAF, son grupos con intereses comunes que operan con reglas del juego afines para abrirse espacios literarios o periodísticos. Aunque en los ochenta y parte de los noventa, predominaron dos grupos hegemónicos, Nexos y Vuelta (hoy Letras Libres) que se disputaron los favores del Estado a través de puestos en el gabinete o realizando jugosos negocios con el poder federal a cambio de legitimar la conducción sexenal en turno. Con Salinas, Zedillo e incluso con el ignaro de Fox, esta relación de mutuo interés resultó evidente: negocios con libros de texto, recomendaciones para ingresar en las televisoras privadas, jugosos contratos por servicios editoriales, fueron algunos de los aspectos que han salido a la luz y que vinieron a confirmar lo que resultaba evidente: la existencia de una intelectualidad más diestra que un samurai en el manejo del sable.
Aunque el panorama ha cambiado un poco, hoy tenemos al autodenominado grupo del crack, cuyos integrantes los podemos ver incrustados en nóminas federales o estatales. A uno de sus integrantes, Pedro Ángel Palau, le llovieron las críticas en la Universidad de las Américas porque en su calidad de rector despidió, según La Jornada de Oriente, sin justificación alguna a maestros con una larga trayectoria en la institución y censuró manifestaciones estudiantiles que reprobaban los anteriores nexos del rector con el tristemente célebre, “góber precioso”.
Hace veinte años dos suplementos culturales, entre una oferta mayor, ofrecían desde sus páginas un amplio mosaico crítico del quehacer cultural en México. Sábado (dirigido por Huberto Batis) y El Búho, dirigido por RAF. Como grupos de poder ninguno de los dos suplementos tenía planteado desempeñar papeles de trabajo orgánico. En El Búho se le dieron cabida a una buena cantidad de colaboraciones que resultaron particularmente críticas de la política cultural del Estado y de sus intelectuales orgánicos. Pero como “grupo” con intereses de poder El Búho, ni Sábado, pretendieron funcionar como tales. No veo en RAF proclividad a legitimar lo que ha combatido a lo largo de su vida, sin programa ni planeación porque parte del éxito de El Búho fue su carácter anarquista influido obviamente por su director. Bajo esa perspectiva la labor de RAF más que gremial o corporativista, ha sido formadora.
Si no mal recuerdo, dos lustros atrás, Enrique Serna publicó una novela de tintes policíacos que tituló El miedo a los animales. Yo la leí, me divirtió mucho y hasta la reseñé en El Búho. Algunos se referían a ella como la primera novela que criticaba desde las entrañas al pestilente mundo cultural. Lo cierto es que treinta años antes René cambió en la ventanilla del banco un cheque con el que completaría la suma necesaria para realizar una edición de autor de Los juegos, esa sí, la primera novela fársica, por lo menos en la segunda mitad del siglo pasado, que criticaba desde las entrañas al pestilente mundo cultural.
Decía yo que René también es un incansable promotor cultural. Empezó, como debe de ser a menos que se milite en órdenes en filas franciscanas, por él mismo, pero a lo largo de los años ha abierto espacios y formado a muchos periodistas y escritores, entre ellos Rodolfo Bucio, quien contribuyó con su trabajo a dignificar la Casa del Tiempo a lo largo de muchos años. Cuando conocí a René en una reunión en su casa de Zacatépetl, recién estrenada, estaba a punto de convertirse en el fundador de El Búho. En el trabajo que desarrolló en Excélsior pude aprender muchos aspectos del oficio editorial que ahora agradezco porque me han resultado invaluables en mi formación profesional. Entre bromas y tragos, porque como buen periodista René también se da su tiempo para departir algunos cañazos, aprendí varios aspectos que el aula no enseña, sobre todo, a defender uno de los principios fundamentales del periodismo crítico: la libertad de expresión.
Después de El Búho vino la revista, Universo de El Búho, trabajo al que actualmente René, y sobre todo Rosario Casco, su compañera de toda la vida, le dedican tiempo y en el que se están formado nuevos escritores que publican al lado de otros ya reconocidos; trabajo que ya va para los nueve años y realizado con esfuerzos verdaderamente inusitados que aún así ha sido objeto de algunas ingratas suspicacias.
Hay una anécdota que me parece oportuno comentar aquí y con la que quisiera finalizar estas líneas. Pocos años después de la desaparición de El Búho, el Sábado, de Huberto Batis (quien me publicó un cuento incestuoso siendo yo colaborador de El Búho) corrió una suerte parecida después de haber pasado por uno o dos directores. El hecho es que una de las más asiduas colaboradoras, Martha Bátiz, buena amiga mía y compañera del también desaparecido Centro Mexicano de Escritores, publicó una crítica furibunda condenando el hecho. René le dio cabida a la crónica en las páginas de Universo de El Búho. Lo anecdótico se dio durante la presentación de un libro de Martha que recopilaba sus mejores trabajos en Sábado. El último texto del libro lo conforma la crónica que le publicamos en la revista, de la cual es ahora colaboradora. Entre los presentadores del libro se encontraba obviamente Huberto Batis, a quien conozco y le guardo estima. Cuando hizo uso de la palabra se quedó treinta minutos pegado al micrófono y pasó revista por muchos personajes del mundo cultural. Demás está decir que cuando llegó a René escuché los inevitables lugares comunes que le propinan sus enemigos y que a mí me dan una flojera espantosa. Pero Batis hizo una pausa y dijo: pero hay algo que debo reconocer de René Avilés, es un señor que sabe respetar la libertad de expresión.
Los juegos, y el peregrinar de su autor en busca de publicación, son la radiografía perfecta del mundo cultural mexicano que, visto desde esta perspectiva y a la distancia, efectivamente, poco ha cambiado.