René Avilés Fabila  René Avilés Fabila

Once miradas sobre la obra de René Avilés Fabila

Sobre los Juegos de RAF

Felipe Gallardo

En primer lugar agradezco a René y a la UAM por haberme invitado a esta celebración de los primeros cuarenta años de Los Juegos.

Hace cuatro décadas, un joven René Avilés Fabila, entre el lanzamiento de Cien años de soledad y el Sargento Pimienta de los Beatles, sacó a la luz Los Juegos, una obra que, según las crónicas y reseñas -no estaba yo en ese entonces para atestiguarlo- cayó como una bomba incendiaria en el restringido mundo cultural de finales de los sesenta, dominado por un grupo de creadores que se pensaban intocables, infalibles y únicos representantes del México de esos años.

Aunque formo parte de esta mesa “Los juegos y la Literatura” y no de la de “Los juegos y la política”, debo señalar que desde mi perspectiva no hay manera de sustraer el carácter político en una novela como Los juegos. En ésta, René asume una postura fundamentalmente más cercana a la de un seguidor del anarquismo que la actitud habitual en un escritor novel.

El libro refleja con un realismo burlón, y con un humorismo áspero, la conducta estereotípica de los así llamados “intelectuales a go go” de su tiempo, los snobs que nunca faltan pero que, enmarcados en la efervescencia cultural extraordinaria del final de los sesenta, gozaron de grandes reflectores, sobre todo, por habitar un país como era México en 1967.

El libro está redactado en forma de viñetas autónomas donde la prosa misma juega varios papeles siempre irónicos, aparentemente ligeros pero en el fondo pesados por su capacidad crítica y, como se dice ahora, políticamente incorrecta, al afirmar lo que no estaba, ni está permitido afirmar bajo ciertos criterios académicos progres. Es, precisamente, una obra ejemplar de lo que hoy se clasifica como la incorrección política, una formulita inventada en, but of course, los Estados Unidos, para camuflar tanto los prejuicios vigentes en cualquier comunidad, como las verdades deshonrosas y las injusticias persistentes, siempre incómodas precisamente por su carácter veraz.

De tener que clasificar Los Juegos, en un ejercicio bibliográfico simple, de acuerdo con el definitivo y definitorio criterio que se limita a dos categorías: ficción, o no ficción, cualquiera está obligado a enfrentar un titubeo. Es una ficción por lo que de novela tiene, la libertad narrativa y el ejercicio irrestricto de la imaginación y la fantasía del autor. Pero también puede colarse a la segunda categoría, por lo que tiene de crítica biográfica, de crónica camuflada, y por las pretensiones de verdad del narrador.

La energía con que René hace una crónica crítica de la vida cultural, camuflada de novela, o como redacta una novela vestida de traje de campaña, impide al lector asumir una postura neutral frente a lo referido y denunciado: las arraigadísimas prácticas de los monopolios culturales comunes en sociedades como la mexicana de ese entonces.

Y es que René no se limita a la mera crítica biográfica. En la novela el autor arremete en contra de los que pinta como la élite intelectual de esa época, el Clan o la Mafia, y se burla de ella, la exhibe, aun con tono condenatorio no falto de un interés moral.

Este punto es exhibido en un caso concreto. De entre las descripciones de las frivolidades de los notables reconocidos de entonces, René alude con fluidez el fondo político y social en el que están enmarcados, y al cual deben su prestigio, los personajes que tanto voluntaria como involuntariamente protagonizan sus propios juegos: la referencia cruda al asesinato vil, del zapatista Rubén Jaramillo y su familia, por parte del entonces intocable Ejército Mexicano -recordemos que la novela apareció un año antes de la masacre en Tlatelolco- recoge con precisión la explicación del ácido con que René pinta al mundo intelectual de este país. Es en un México de tal calidad gubernamental, de tal legitimidad moral donde los jugadores a la cultura, -snobs o folklóricos- pretenden operar en un país donde a diferencia de otros sitios, es imposible separar la cultura de la política.

Como primera novela, creo que René fue bastante insensato al redactar una obra como Los juegos. Su carácter incendiario no sólo causó la polémica reseñada por varios críticos. Tengo la certeza de que gracias a ese revuelo, el incendio generado alcanzó al propio René, desde entonces hasta la fecha. Haber escrito Los juegos con esa violencia más anarquista que otra cosa, lo colocó, desde entonces, en un personaje incómodo para el grueso de una comunidad creativa, que por lo general no se ocupa de criticarse a sí misma.

Creo que para hablar de la vigencia de Los juegos hoy, hay que considerar el México desde el cual se redactó, y contrastarlo con el que actualmente vivimos, gozamos y/o padecemos. Desde una perspectiva muy general, creo que en muchos rasgos el país y su atmósfera cultural han cambiado, en algunos puntos para bien y en otros para peor. También, es lamentable reconocer que en algunas de sus características México sigue siendo exactamente el mismo país que el autor de los juegos pinta con rabia y desesperanza.

En el México de 1967, el partido de Estado estaba empezando a mostrar síntomas graves de decadencia. La identidad nacional acuñada bajo los estereotipos de la manoseada revolución mexicana, comenzaba a resquebrajarse en casi todas las áreas de la vida social. Las actitudes demagógicas, las poses autoritarias, las políticas huecas, la corrupción como forma de vida, la cultura estereotipada, hacían del país un panorama opresor para las voces discordantes, donde la crítica y la disidencia frente a los clichés estatales eran aplastadas sin miramientos. En este sentido, lanzar Los juegos, fue un acto de osadía que le concede a la obra un peso específico valioso, de rebeldía con causa justificada. Hay que reconocer que ser joven en el 67 no era lo que representa serlo en el 2007. Los jóvenes de entonces, como René y varios de sus correligionarios, tenían que enfrentarse con un país diseñado para adultos, sin grandes posibilidades frente a los espacios copados por grupos de poder arraigados en prácticas monolíticas decadentes, pero sin oposición real. Los imborrables acontecimientos del año siguiente, desde la primavera de Praga, pasando por el mayo francés hasta la negra noche de Tlatelolco, fueron la confirmación de esa crisis que en la historia nacional representa ya un parteaguas en la vida del país, coherente con lo que ocurría en el mundo entero. No es nada casual, por abundar en este punto, que el actual presidente de Francia, el ultraconservador Nicolás Sarkozy, le haya asegurado a sus votantes “acabar con la nefasta herencia del mayo del 68”, como una garantía de que lo que vendrá ahora, en el país de la legalidad, la fraternidad y la igualdad, será en términos generales un retroceso garantizado para el confort de las buenas conciencias escandalizadas y aparentemente derrotadas en todos estos años. En nuestro país, el escenario no es muy distinto. Sabemos que en términos generales, los tres candidatos finalistas de la penosa contienda electoral del año pasado, competían entre sí en la carrera por llevar al país al escenario más retrógrado, hablando de esos mismos valores. En este sentido, creo que alcanzó los Pinos la fuerza más cínica sobre estos propósitos. O la menos hipócrita, para ponerlo en términos propositivos.

La vida cultural del país ha tenido un desarrollo más plural, menos asfixiante. No existían en ese entonces, programas de atención a la juventud. La propia historia de las peripecias de la publicación de las primeras ediciones de Los juegos, es paradigmática.

Por otro lado, el país y con él, la vida cultural, ha sufrido cambios en aspectos relevantes. Dudo mucho que hoy, una obra como Los juegos, relativa a los mecanismos de los grupúsculos culturales de nuestro tiempo pudiera gozar de la polémica que obtuvo la novela de René en su momento. La vida cultural del país y sus creadores, aun los más prestigiados, no cuentan ya con el protagonismo social que a finales de los sesenta lucían los artistas de entonces. La difusión cultural, las publicaciones, las exposiciones, la creación de grupos de danza, de teatro, ya no es una preocupación obvia de parte del Estado mexicano. Al contrario, esta tarea del Estado, como otras incluso más sensibles, se asumen gradualmente como quehaceres cada vez más sometidos a las impersonales fuerzas del ahora omnipotente mercado. Como otras funciones del Estado, la cultura ha perdido la importancia que, para bien o para mal, le concedía el gobierno durante la época del autonombrado régimen de la revolución mexicana. Entre los muchos blancos sobre los que René apunta y dispara en Los juegos, el simbolismo mexicanista de Vasconcelos es demolido por su carácter chovinista, xenófobo y tragicómicamente folclórico que imprimiera sus “símbolos babosos” en la biblioteca central de CU, como dice uno de sus personajes. Hoy día, no hay, incluso, hacia dónde apuntar. Basta considerar el nihilismo insultante con que se toman las decisiones más caras para los actuales gobernantes en materia de cultura, como el demencial proyecto de la Megabiblioteca paradójicamente nombrada “José Vasconcelos” para ver, hasta con nostalgia, las políticas culturales del ogro filantrópico. Y esta nostalgia -algo enferma sí- es ya un síntoma del lamentable estado de las cosas. El desmantelamiento del Estado no era algo que pudiera predecirse hace 40 años.

La censura hoy, por ejemplo, ya no es tarea estatal sino de los intereses privados que manejan los medios. Las publicaciones se autocensuran no por temor a la reprimenda gubernamental, sino por miedo a perder el rating, en un simple ejercicio de la mercadotecnia. Y una de las razones de peso de tal situación es el hecho de que el Estado ha dejado atrás sus pretensiones ilustradas: no lee y no le preocupa no hacerlo. Con el desdén cree refutar a los posibles críticos y su única preocupación intelectual es el seguimiento de los resultados de las encuestas de popularidad, tal como operan los consejos administrativos de cualquier corporativo multinacional. Los periodistas y escritores de hoy saben que es vano criticar al gobierno con argumentos. Estos no alcanzan el interés de quienes han dejado de vernos como ciudadanos de una república, y sólo nos consideran como posibles clientes de la próxima campaña electoral.

No obstante lo anterior, hemos de reconocer que tras la muerte de figuras como Paz ni siquiera sus más claros herederos políticos, ni sus competidores cercanos gozan de la presencia que la Mafia lució en su mejor momento. La diversidad de espacios y publicaciones es hoy, a pesar de la diferencia en el apoyo publicitario, una condición algo optimista. El hecho de que hoy, en una universidad pública celebremos el cuadragésimo aniversario de la aparición de Los juegos, también ilumina respecto al privilegio que significa la existencia de espacios como éste, fruto directo de las luchas cívicas derivadas del 68 y que dieron origen a la propia UAM.

Para finalizar, hay que reconocerle a René, quien por cierto, entre otros espacios, colabora en los que fueran dos cotos de poder de la Mafia, el periódico Excélsior y la revista Siempre!, que México sigue fragmentado, en materia de los valores de la cultura nacional, entre dos estereotipos nefastos por su inutilidad y su arraigado carácter: por un lado, los reivindicadores de la concepción folclorista de la cultura, que entre líneas mantiene la idea de que todos los mexicanos llevamos un priista adentro, y por otro, el esnobismo ingenuo, que desde la cultura o la academia afirma que vivimos en un país posmoderno (y por tanto, posindustrial), que en su infinita originalidad pudo darse el lujo de alcanzar tal status sin conocer de cerca la modernidad.